una clínica del mundo con el mundo / juli colángelo
Lo clínico podría definirse de muchas maneras: una praxis, una composición, un encuentro, un cuerpo común, un entre, una política, una amistad, mejor aún, una política de la amistad, un campo, un territorio, un impasse, un micromundo, una micropolítica, un hacer, un estar, un laboratorio, un taller, una genealogía, una cartografía. El encuentro entre formas inquietas fragilizadas, rigidizadas, dolientes que se arriman o intentan resquebrajar los bordes de lo que, tal vez hasta el momento, creían propios.
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Obrar la clínica, hacer clínica, producir, pensar, desear, intervenir, interrumpir, esperar, sentir, registrar, decir, pausar, empujar, componer, escuchar, abrigar, ayudar, conversar, encontrar, inventar, imaginar, llorar, doler, romper, armar, romper, salir, morir, seguir.
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Se necesita el armado de un cuerpo terapéutico, una política de la amistad para componer una partitura de vida diferente.
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Una vida: un mapa plagado de infinitos territorios con múltiples entradas, salidas, bifurcaciones, estallidos, ruidos, interrupciones, huidas, memorias, afectos, sonidos, colores, olores, sabores, deseos, desvíos.
Un gesto, una forma de sospecha, de incomodidad, de malestar, de desorientación, de impasse, de duda, de pánico, de interrupción, un síntoma, angustias, depresiones, ansiedades, pueden, también, ser la forma de lo inimaginable, aquello que aún está buscando actualizarse, inventarse, decirse en condiciones donde poder existir: pasar de lo virtual a lo real, cambiar de modo de existencia. Una política vital.
Y si la cura siempre pide la restitución a un estado anterior, la adaptación a una forma estable, aunque siniestra pero conocida. La cura pide la calma. El miedo pide quietud.
La vida pide seguir, alborotar, arriesgar, conmover, afectar, sentir, llorar, romper. La clave, la cautela y la fe.
Una fuente finita pero con múltiples variaciones e infinitas combinaciones.
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¿Seremos capaces de componer territorios donde poder conmovernos, afectarnos y existir? ¿Tendremos la sensibilidad suficiente para no naturalizar la crueldad? ¿Y para no reproducir las violencias que tratamos de destruir? ¿Sabremos jugar lo suficiente para volver a imaginar? ¿Podremos escuchar más allá de lo dicho? ¿Profanaremos nuestras propias verdades?
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El punto de partida: un dolor, una pregunta, un deseo, una inquietud, un espacio.
No cualquier espacio, un espacio que habilite coordenadas vitales donde el cuidado, la ternura y el buen trato sean lo mínimo necesario para armar un micromundo de afectaciones que amplifiquen los márgenes de lo escuchable, más allá de lo dicho y de lo audible: un paisaje sonoro compuesto por cuerpos, silencios, ruidos, balbuceos, tonalidades, gestos, calles, parpadeos, ritmos, pulsos, blablabla, palabras, colores, nombres, texturas, sinsentidos, derrumbes, violencias, resistencias, memorias, novelas, amores, dolores, cicatrices, mordeduras, deseos, eróticas, lo que insiste, lo que vuelve y lo que ya no, lo que muere y tiene que morir.
La muerte de una forma, la muerte de un mundo, de un nombre, de una identidad, de un amor, de una vida, de una versión.
Un espacio construido para poder romper y rearmar, todas las veces que sea necesario. El arrojo a perder, vulnerabilizar, conmover, interrumpir aquello que ha llegado a tal grado de consistencia que se ha confundido con nosotrxs, que se ha pegado, fusionado a nosotrxs. Los parásitos de un mundo que nos requiere tristes e impotentes: extractivismo neurótico-capitalista. Aquello ha rigidizado los bordes de lo posible asfixiando todo grado de potencialidad marchitando, incluso, la imaginación, hasta casi su extinción. Se interrumpe el devenir, se desconecta el plano sensible, se activa la maquinaria neurótica-rumiante por excelencia: “la silla del pensar”, (Gabo Ferro).
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La imaginación, quizás una de las más bellas posibilidades de obrar. Imaginar, una forma de crear, de inventar, de desear, de pensar. La imaginación, que no se confunde con productividad, quizás si con producción, que no se confunde con trabajo, quizás sí con máquinacion.
Imaginación radical: una fuerza revolucionaria que nos invita a no conformarnos, a no burocratizarnos, a no eternizarnos, a no resignarnos, a no acostumbrarnos a las formas dadas de lo existente.
Como toda fuerza puede verse interrumpida, desviada, regulada, disciplinada, aplastada, atrapada, domesticada, capturada, asfixiada, acorralada, incapaz de salir, de abandonar, de irse, de mutar, de sentir, de afectarse, entonces: se deserotiza, se desencanta, se burocratiza, se reduce a lo dado, se condena, se moraliza, se culpabiliza y se eterniza.
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Hay capturas mortíferas, enloquecedoras, aniquiladoras, fascistas, también las hay neuróticas, capitalistas, edípicas, idealistas, revolucionarias, identitarias, corporales.
Pero una existencia no puede reducirse nunca a una sola forma, a un solo estado y mucho menos a uno quieto, estable, compensado, normalizado, codificado. Aquello que está permanentemente en movimiento, el caos, que para no confundirse con lo caótico busca armarse de pequeñas lentificaciones desde donde poder componer una forma de existencia con la consistencia precaria pero imprescindible para no derrumbarse, a no ser que el derrumbe sea precisamente lo que se necesita para poder existir.
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Lo clínico, la tarea de “dar consistencia sin perder nada de lo infinito” (Deleuze y Guattari).
Lo clínico una invitación a obrar, la entrada al desarmadero de los mundos donde nuestras vidas se confunden con los dolores, las presiones, las velocidades, los exigencias, las morales, las culpas, los pensamientos, las rumiaciones, una maquinaria de raspaje que produzca las incisiones justito allí, dónde la carne se confunde con el cuerpo, donde los órganos se confunden con un sistema, el deseo con el placer, la identidad con el devenir.
Una musicalidad que no deje de escuchar las vibraciones de un cuerpo poroso, sus ritmos, espesuras, sus tapaduras pero también sus fisuras y desbordes. Nada preciso o bien, precisamente lo que se requiera cada vez.
Lo clínico, un anticoagulante que desarme las contracturas sensibles que de tan duras dejan de doler, deja de afectar, dejan de sentir y se confunde con un antídoto con un calmante ante el pánico de lo desconocido.
Lo clínico, la tejeduría de un abrigo que de tan añejo y apolillado requiere de nuevos hilos y paletas para seguir abrigando tempestades.
Una partitura rítmica que haga del pulso una estrategia vital donde poder volver a respirar, sin sentirse morir, y seguir componiendo.
Un mapa dado vuelta, la desjerarquización absoluta y radical, dónde lo importante esté en otro lado, y ya no donde la hiperinflación yoica siempre nos indique y afirme.
Una puerta al más allá de esta vidita, ahogada en lo imperceptible para unos ojos saturados de impotencia, de temor, de soledad que le temen a los abismos, sin saber que un abismo, también puede ser tan solo un grito, un giro, una puerta que se abre, otra vidita.
Un paisaje sonoro que pueda escuchar los ruidos, los murmullos, las vibraciones que no alcanzan ningún estatuto privilegiado significante ni significado, en formas de comunicación inventadas, provisorias, parciales y precarias.
Una clínica del mundo, con el mundo, que no confunde líneas, modulaciones y procesos con ningún tipo de propiedad privada y menos individual pero que tampoco por ello niega los dolores de un mundo dañado que portan los cuerpos.
Una clínica para arar, desmalezar y disponer de una tierra fértil para volver a sentir y (re) armar un cuerpo sensible, toda vez, cada vez.
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